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Contradicción, antagonismo y hegemonía. Debates teóricos para el análisis contemporáneo del populismo
Resumen: El artículo propone un debate teórico acerca de las categorías de contradicción y antagonismo, en el marco de la teoría de la hegemonía, evaluando su vigor y actualidad para el análisis contemporáneo del populismo. En ese camino, pondremos en cuestión las críticas de Laclau al marxismo, particularmente en relación con la categoría de contradicción, con el fin de replantear su vigencia y articularla con distintas herramientas teóricas provenientes del pensamiento laclausiano para el análisis de la hegemonía, observando la dinámica del antagonismo y la constitución identitaria de sujeto. Algunas de las preguntas que emergen son las siguientes. ¿Cómo profundizar en el análisis de las lógicas instituyentes de lo político sin perder de vista la gravitación de los factores económico-estructurales? ¿Cuáles son las relaciones entre el pueblo y las clases sociales? ¿Cómo re-articular los aportes del pensamiento de Laclau en el marco de la teoría gramsciana de la hegemonía?
Palabras clave: Contradicción, Antagonismo, Hegemonía, Populismo, Clases sociales.
Contradiction, antagonism and hegemony. Theoretical debates for the contemporary analysis of populism
Abstract: The article proposes a theoretical debate about the categories of contradiction and antagonism, within the framework of the theory of hegemony, evaluating their vigor and topicality for contemporary analysis of populism. In this way, we will question Laclau's criticisms of Marxism, particularly concerning the category of contradiction, in order to rethink its validity and articulate it with different theoretical tools from Laclausian thought for the analysis of hegemony, observing the dynamics of antagonism and the identity constitution of the subject. Some of the questions that emerge are: How to deepen the analysis of the instituting logics of the political without losing sight of the gravitation of economic-structural factors? What are the relations between the people and the social classes? How to re-articulate the contributions of Laclau's thought within the framework of the Gramscian theory of hegemony?
Keywords: Contradiction, Antagonism, Hegemony, Populism, Social clases.
1. Introducción
En1 el presente artículo nos proponemos desplegar un debate en torno a las categorías de contradicción y antagonismo en el marco de la teoría de la hegemonía, delineando diversas claves para el análisis contemporáneo de populismo. Para ello, abordaremos las definiciones y argumentaciones tejidas entre las distintas categorías en el enfoque de Ernesto Laclau y en distintos referentes intelectuales del marxismo, estableciendo las similitudes y diferencias pertinentes.
Entendemos que, si bien la perspectiva laclausiana posee numerosos puntos de contacto con la teoría gramsciana de la hegemonía, no podemos dejar de señalar que tanto la apreciación de aquella como la matriz teórica general presentan algunas distancias significativas, vinculadas al recorrido intelectual de Laclau y su alejamiento del marxismo. En dicho camino, diversos autores desde el campo marxista se han enfocado en polemizar con Laclau y han tildado su perspectiva de diversos reduccionismos idealistas o politicistas, rechazando o minimizando los aportes realizados al análisis social.
Por el contrario, el objetivo del presente artículo es proponer una re-articulación de los desarrollos analíticos que, según entendemos, aporta la perspectiva laclausiana a la teoría gramsciana de la hegemonía. Para ello, debemos comenzar por la crítica de algunos de sus supuestos, poniendo en cuestión la argumentación a partir de la cual va gestando el abandono de un conjunto de ideas centrales del enfoque marxista, dentro de las cuales se encuentra la categoría de contradicción y la pérdida de gravitación del análisis de clases. En este trayecto, buscaremos elaborar una nueva articulación restituyendo la relevancia y vigencia de las categorías de contradicción, antagonismo, hegemonía y populismo para el análisis de las sociedades contemporáneas, y abriendo preguntas sobre las relaciones entre pueblo y clase social y sobre la constitución identitaria de sujeto.2
2. Emprendiendo la crítica de la crítica
En una primera etapa, Laclau utilizaba la categoría de contradicción en su matriz analítica y la articulaba con la de antagonismo. Así, en sus escritos tempranos definía el pueblo como una determinación objetiva que conformaba uno de los polos de la contradicción dominante a nivel de la estructura social: pueblo / bloque de poder; al tiempo que definía las clases como polos de relaciones de producción antagónicas (Laclau, 1978). Sin embargo, su posterior alejamiento del paradigma marxista iría modificando esta perspectiva.
Uno de los pilares de la crítica que Laclau erige contra el marxismo se relaciona con el desarrollo de su idea de antagonismo y su desvinculación de la categoría de contradicción. Laclau parte de una problematización de dos citas clásicas del marxismo: por un lado, la “dualidad” fuerzas productivas / relaciones de producción, expresada en el Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política (Marx, 1859) y, por el otro, la afirmación del Manifiesto Comunista (Marx y Engels, 1960 [1848]) de entender la historia como historia de la lucha de clases.
En primer lugar, no podemos dejar de notar que la argumentación general de Laclau se erige a partir de recortar dos aseveraciones de textos de naturaleza profundamente distintas como el Prólogo y el Manifiesto Comunista. Entendemos que es relevante valorar la naturaleza disímil de ambos textos, lo cual genera dificultades para su equiparación acrítica. Precisamente porque uno es un prólogo que propone un esquema sintético para realizar una crítica de la Economía Política, que al mismo tiempo incluye el desarrollo de un debate, que Marx hace explícito, con el idealismo, y de ahí el énfasis en los procesos de reproducción material y el subrayado puesto en las problemáticas económico-estructurales. Por su lado, el otro es un manifiesto, un “libro viviente” en términos gramscianos (Gramsci, 2017), una reconstrucción mítica de la historia con ánimos de motivar las pasiones en una empresa política. Si bien esto no invalida toda la argumentación, debe notarse que Laclau equipara distintas afirmaciones de textos de diversa naturaleza, sin observar el carácter particular e histórico, el vínculo relacional de dichos escritos con el contexto de emergencia y la función político-intelectual del texto.
En segundo lugar, ingresando en el plano argumentativo, Laclau sostiene que en estos textos “la estructura de las dos `contradicciones´ no es idéntica” (1990, p. 22).
Con respecto al Prólogo, señala:
En el caso de la dualidad fuerzas productivas / relaciones de producción, se trata de una contradicción en el sentido estricto del término: la continuidad de la expansión de las fuerzas productivas más allá de un cierto punto constituye, dado un cierto sistema de relaciones de producción, una imposibilidad lógica, y esta imposibilidad se traduce, a corto o largo plazo, en el colapso mecánico del sistema (Laclau, 1990, pp. 22-23; el destacado es nuestro)
Ya aquí encontramos una primera operación teórica de dudosa validez, en tanto Laclau realiza una lectura en clave fatalista, convocando la idea de “colapso mecánico”, lectura que ya en ese momento no contaba con ningún adepto relevante en el campo intelectual del marxismo. Esta idea del colapso mecánico tampoco aparece en el escrito de Marx (1859), sino que allí se sostiene que el desarrollo de las fuerzas productivas “brindan las condiciones materiales” para la resolución del antagonismo que parte de la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción.
En cuanto a la crítica de las dos premisas marxistas, la del Prólogo y la del Manifiesto, Laclau enfatiza que “la dificultad reside aquí en el hecho de que si la contradicción fuerzas productivas / relaciones de producción, es una contradicción sin antagonismo, la lucha de clases es, por su parte, un antagonismo sin contradicción” (Laclau, 1990, p. 23).
La argumentación continúa proponiendo la siguiente vinculación de ambos “tipos” de contradicciones:
Un punto, sin embargo, está claro: cualquiera sea el tipo de articulación lógica existente entre “lucha de clases” y “contradicciones emergentes del proceso de expansión de las fuerzas productivas”, es en éstas donde reside, para Marx, la determinación en última instancia del cambio social (…) Pero, en ese caso, la posibilidad de integrar teóricamente las contradicciones emergentes del desarrollo de las fuerzas productivas y la lucha de clases depende de la posibilidad de reducir la segunda a momento interno en el desarrollo endógeno de la primera (Laclau, 1990, p. 23).
Observamos aquí una segunda operación de dudosa validez, visible en la forma en que Laclau decide engarzar las dos premisas de los dos distintos textos: la reducción de la lucha de clases a un “momento interno en el desarrollo endógeno” de las fuerzas productivas, leídas éstas a partir de la dualidad fuerzas productivas / relaciones de producción. Si bien efectivamente lucha de clases y fuerzas productivas presentan una relación directa en el pensamiento de Marx, en tanto es en el terreno de la reproducción material donde las clases se constituyen en relación con la producción y apropiación del valor, la lectura mecanicista que le impone Laclau a la dualidad fuerzas productivas / relaciones de producción no puede dejar de generar sino una lectura igualmente mecanicista de la lucha de clases, que la reduce a un epifenómeno. Así, sólo puede sostenerse que la relación fuerzas productivas / relaciones de producción expresa una contradicción sin antagonismo si dicha relación es leída en clave fatalista-mecanicista, como “colapso”.
A su vez, el planteo de que la viabilidad de integrar teóricamente las contradicciones emergentes del desarrollo de las fuerzas productivas y la lucha de clases depende de la posibilidad de reducir la segunda a un momento interno en el desarrollo endógeno de las primeras puede ser criticado ampliamente por varios autores marxistas, principalmente por el mismo Gramsci (2017). El pensador italiano dedicó un trabajo de largo aliento a analizar el carácter complejo y la especificidad de las superestructuras, reflexionando sobre las particularidades de la política y la cultura, y sobre su imposibilidad de reducirlo a un mero movimiento interno (y mucho menos inmediato) de la estructura, sino a una vinculación dialéctica que debe ser indagada a la luz del proceso histórico. De hecho, ésta es una de las claves de la teoría gramsciana de la hegemonía, que atraviesa un doble andarivel. Por un lado, el concepto de hegemonía, que podemos sintetizar como dirección política, ideológica y cultural de un grupo social sobre otros, cobró forma en el marco de la profundización que Gramsci ejerce sobre el estudio de los fenómenos superestructurales con la distinción de los planos de la sociedad civil y la sociedad política, y el creciente robustecimiento de la primera en las sociedades complejas.3 Esto llevó a Gramsci a pensar la lucha hegemónica como guerra de posiciones, lo que generó una mirada renovada sobre el proceso de lucha de clases, pues involucró una perspectiva dialéctica alejada tanto del reduccionismo económico como del reduccionismo político. Aquí, podemos vislumbrar la lectura que Gramsci realizó del Prólogo, en la cual valoró la vinculación entre la contradicción y el plano de las ideas, ya que recupera que en las formas ideológicas los hombres adquieren conciencia de los conflictos que emergen de la estructura y luchan por resolverlos.
En tercer lugar, observamos que el andamiaje argumentativo que, según Laclau, sostendría estas posiciones centrales en el marxismo dependería “de poder mostrar que el antagonismo inherente a las relaciones de producción (el conflicto entre trabajo y capital, por ejemplo) es una contradicción; y que ese antagonismo es inherente a las relaciones de producción” (Laclau, 1990, p. 24). Por un lado, Laclau sostiene que la relación capital / trabajo, pudiendo ser antagónica, no es contradictoria:
(…) el antagonismo entre trabajo asalariado y capital es muy distinto: el hecho de que haya un antagonismo entre los dos polos de la relación –en torno a la apropiación de plusvalía, por ejemplo- no significa que la misma sea contradictoria. Antagonismo no significa necesariamente contradicción. Hay, en todo caso, una diferencia esencial entre un antagonismo considerado como no contradictorio y la contradicción hegeliana sensu stricto. En el caso de esta última, el movimiento dialéctico (y por lo tanto interno) del concepto predetermina sus formas subsiguientes, mientras que en el caso del antagonismo sin contradicción esa conexión interna está ausente. La resolución (o no resolución) del antagonismo depende enteramente de una historia factual y contingente. (Laclau 1990, p. 24; el destacado es nuestro)
Luego, se pregunta si existe una relación intrínsecamente antagónica entre trabajador y capitalista a partir del intercambio desigual que supone la extracción de plusvalía, y concluye que no “porque es sólo si el obrero resiste esa extracción que la relación pasa a ser antagónica; y no hay nada en la categoría `vendedor de fuerza de trabajo´ que sugiera que esa resistencia es una conclusión lógica” (Laclau, 1990, p. 25). Laclau sostiene que el antagonismo que podría existir entre trabajadores y capitalistas surge “por la manera en que el trabajador es constituido fuera de las relaciones de producción (el hecho que debajo de un cierto nivel de salario él/ella no puede llevar una vida digna, etc.)” (2006, p. 31; el destacado es nuestro). Así, parece, desconocer que la idea de poder llevar una “vida digna” con su salario está implicada explícitamente en el concepto marxista de costo de reproducción de la fuerza de trabajo que, según afirma el propio Marx (2002a [1868]), se determina histórica y culturalmente en un momento y sociedad dados, por lo que, lejos de ser un “afuera”, está implicado en la contradicción que articula ambos polos.
En cuarto lugar, entendemos que un factor central del hilo argumentativo planteado se ubica en la lectura y el uso que Laclau hace de la categoría de contradicción y su relación con el antagonismo. Notamos que, por un lado, Laclau habla de “contradicción hegeliana” y del movimiento interno del “concepto”. Y por otro lado, Laclau recupera una distinción establecida por Colleti quien, a su vez, retoma la distinción kantiana entre oposición real y contradicción lógica:
La primera coincide con el principio de contrariedad y obedece a la fórmula “A-B”: cada uno de sus términos tiene su positividad propia, independiente de la relación con el otro. La segunda es la categoría de contradicción y obedece a la fórmula “A-no A”: la relación de cada término con el otro agota la realidad de ambos. La contradicción tiene lugar en el campo de la proposición; sólo en un nivel lógico conceptual podemos incurrir en contradicciones (Laclau y Mouffe, 2004 [1987], p. 165).
Este es el punto de partida de una amplia argumentación que culmina con el desecho de la categoría de contradicción y da lugar a una teoría del antagonismo desligada de ella. Pero en las distintas apreciaciones sobre la contradicción que realiza Laclau se encuentra un problema central a ser desanudado. La crítica laclausiana a la contradicción en el marxismo, lejos de situarse en esta última teoría, es reconducida a la lectura kantiana (vía Colleti) o a una lectura hegeliana pre-marxista.4 Por ello, parece necesario recrear una mirada de la contradicción en el marxismo, partiendo de los aportes de Engels, Lenin, Tse-Tung, Althusser y su vinculación con la teoría gramsciana de la hegemonía.
3. Dialéctica, contradicción y sobredeterminación
Lenin, en su trabajo En torno a la cuestión de la dialéctica, define la dialéctica “como conocimiento vivo, multilateral (con el número de aspectos siempre en aumento), de innumerables matices en el modo de abordar, de aproximarse a la realidad (con un sistema filosófico que, de cada matiz, se desarrolla en un todo)” ([1980] 1915],, p. 368).
Lenin piensa la dialéctica en un doble sentido: como teoría del conocimiento (delineando componentes del plano epistemológico y avanzando hacia factores de orden metodológico) y como el camino propicio para abordar el desarrollo de los fenómenos sociales “en el sentido de la unidad de los contrarios (el desdoblamiento de la unidad en dos polos que se excluyen mutuamente y la relación entre ambos)” (Lenin, 1980 [1915], p. 365), (ingresando en el plano ontológico, del cual es factible extraer guías para desplegar una acción transformadora, con lo que se alcanza un plano estratégico). Así, analiza la relación central que la dialéctica marxista tiene con la categoría de contradicción, y en ese camino afirma:
Marx, en El Capital, analiza al principio la relación más sencilla, corriente, fundamental, masiva y común, que se encuentra miles de millones de veces en la sociedad burguesa (mercantil): el intercambio de mercancías. En este fenómeno tan sencillísimo (en esta "célula" de la sociedad burguesa) el análisis descubre todas las contradicciones (es decir, el germen de todas las contradicciones) de la sociedad contemporánea. La exposición que sigue nos muestra el desarrollo (tanto el crecimiento como el movimiento) de estas contradicciones y de esta sociedad en la suma de sus partes aisladas, desde su principio hasta su fin (Lenin 1980 [1915],p. 366).
Así, el capital como relación social es una unidad compuesta por el par dialéctico capital / trabajo, que constituye una relación contradictoria nodal del modo de producción capitalista que sigue siendo plenamente vigente y necesaria para el análisis de las sociedades contemporáneas. Esta relación implica una disrupción estructural en toda sociedad capitalista en tanto la unidad de los contrarios se encuentra articulada como relación de explotación, la cual halla su epicentro en la teoría del valor. Así, la contradicción entre capital y trabajo tiene expresión en la célula básica de las sociedades burguesas: la mercancía como unidad de valor de uso y valor de cambio. La fuerza de trabajo bajo el capitalismo se constituye ella misma en una mercancía y posee la característica única de que el consumo de su valor de uso (el trabajo) crea un valor superior a su valor de cambio (el costo de reproducción de la fuerza de trabajo). Esta plusvalía es apropiada privadamente en virtud de las relaciones de propiedad de la sociedad capitalista e instaura la contradicción de clase como una relación social permanente en este tipo de orden social. De este modo, por un lado, la negación actúa en las relaciones de propiedad sobre las que se funda la relación de explotación: para que haya plusvalor debe haber agentes propietarios de medios de producción y agentes negados de dicha propiedad, o sea desposeídos de medios de producción; de ahí que la relación de clase sea contradictoria. Por otro lado, la extracción de plusvalía implica la negación al trabajador del producto generado por su fuerza productiva, lo que escinde su carácter colectivo en el marco de la apropiación privada. Esta es la base del planteo del Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política: la existencia de una contradicción entre un proceso de producción social, colectivo, y las relaciones de producción que derivan en la apropiación privada del producto de dicho proceso, que implica asimismo una dominación de las mayorías proletarias por parte de una minoría propietaria.
En este sentido, la contradicción expresa tendencias disruptivas que emergen de la estructura de un orden social históricamente dado. No se trata de un a priori, ni de una relación por fuera de la historia, sino de un rasgo de las formaciones sociales capitalistas, en las que deberá analizarse cómo juega dicha contradicción en un período particular, en relación con el problema de estudio a ser analizado y, posiblemente, en relación con otro conjunto de problemáticas con especificidades propias que no deben reducirse a la contradicción de clase, como las étnicas, las de género, las contradicciones entre la acción humana y la naturaleza, aquellas ligadas al imperialismo y las naciones dependientes, o la propia contradicción pueblo / bloque de poder sobre la que Laclau (1978) elaboró su primera teoría del populismo, indagando en su vinculación particular con las clases sociales.
Asimismo, observamos que la contradicción en el marxismo no responde necesariamente a la forma lógica a la que luego la reduce Laclau, anclada en la fórmula kantiana vía Colleti. En este camino, entendemos que no sólo la contradicción no puede reducirse simplemente a la fórmula “A – no A”, sino que posee incluso un carácter distinto del que puede emanar de dicha fórmula. Sin pretender generar aquí una nueva fórmula lógica y reducir la contradicción a ella, sino para reflexionar sobre el carácter de las relaciones contradictorias, habría que integrar diversos elementos: [(A ^ B ^ C) – (no A ^ B ^ D)].5 Aquí aparecen los aspectos de negación, de identidad y de diferencia que articulan los polos de una unidad. La relación A – no A es la parte de negación de toda contradicción (por ejemplo, poseedores y desposeídos de medios de producción); la B – B es la parte de identidad, el carácter común que comparten los polos de la unidad (por ejemplo, tanto trabajo asalariado como capital remiten a clases sociales mutuamente necesarias en la relación social capital); y C – D es la diferencia positiva propia de cada uno de los polos que excede la mera negación y que permite, por ejemplo, en la relación capital / trabajo, la construcción de hegemonía propia que no se resuelve sólo en la negación (aunque esté vinculada a ella).
Así, nos enfrentamos a los dos polos de la contradicción, en la que algo del primer polo impugna al segundo (y viceversa), lo niega, lo tensa y, en ese sentido, establece una tendencia a la generación de conflicto. Según sostiene Mao Tse-Tung (1968 [1937]), las contradicciones, según su carácter y contexto, pueden convertirse en antagónicas. Pero si, por un lado, ambos polos de la contradicción están mutuamente ligados y existe entre ambos una tensión constitutiva, por otro lado, no todo se resuelve en la negación mutua. Hay algo de estos polos que, sin dejar de estar en relación de impugnación mutua, contiene una positividad propia, distinta de la mera negación. Por ejemplo, el trabajador no es sólo un no-capitalista; si así lo fuera, no habría posibilidad de construcción de hegemonía desde la subalternidad, de formulación de concepciones del mundo propias con capacidad de universalizarse. Por ello, entendemos que el polo del trabajo no puede reducirse sólo a “no A”, ya que, si bien el proletariado suele aparecer definido negativamente como des-poseído de medios de producción, también es definido como poseedor de un recurso particular, la fuerza de trabajo, que es base de toda generación de valor y satisfacción de necesidades, distinto del recurso del capitalista como propietario de medios de producción, sin dejar por esto de estar en relación, en unidad o identidad de los polos, que incluye la posibilidad de subversión dialéctica de dicha relación (aunque esta subversión no esté garantizada de antemano). Del mismo modo, las clases dominantes no se convierten en clases dirigentes sólo en virtud de su carácter explotador. Ambas clases, sin dejar este anclaje estructural de mutua negación, se encuentran en una relación de contradicción que está sobredeterminada en el sentido de Althusser (1988 [1962]) y, a su vez, disputan los sentidos del orden social y el orden mismo mediante estrategias hegemónicas que implican, como señala Gramsci (2017), la posibilidad de aparecer como una fuerza que desarrolla las “energías” de toda una nación. Aquí yace la posibilidad de no sólo construir contra-hegemonía, es decir, de construir con un foco exclusivo en la negación de lo establecido (y así, la negación de la negación), sino también de construir una hegemonía alternativa, que no deja a un lado la contradicción sino que juega en ella a partir de una construcción propia, con sus elementos afirmativos; construcción que no deja de estar siempre en tensión, en virtud de la negación constitutiva de ambos polos.
Esto se vincula a que la dialéctica en Marx, según señala Althusser, posee una estructura diferente de la hegeliana:
La simplicidad de la contradicción hegeliana no es posible, en efecto, sino a partir de la simplicidad del principio interno que constituye la esencia de todo período histórico. (…) Esta reducción misma (cuya idea sacó Hegel de Montesquieu), la reducción de todos los elementos que forman la vida concreta de un mundo histórico (instituciones económicas, sociales, políticas, jurídicas, costumbres, moral, arte, religión, filosofía, y hasta los acontecimientos históricos: guerras, batallas, derrotas, etc.) a un principio de unidad interna, esta reducción misma no es en sí posible sino bajo la condición absoluta de considerar toda la vida concreta de un pueblo como la exteriorización-enajenación (Entäusserung-Entfremdung) de un principio espiritual interno que no es, en definitiva, sino la forma abstracta de la conciencia de sí de ese mundo: su conciencia religiosa o filosófica, es decir, su propia ideología (1988, pp. 83-84).
Parece interesante observar que, si bien Laclau y Mouffe (2004 [1987]) rescatan la idea de sobredeterminación en Althusser, sin embargo parecen no tener en cuenta dicha lectura efectuada por el autor cuando realizan la crítica a la contradicción, usualmente a partir de citas de Kant y de Hegel, ya que el mismo Althusser advierte que la recuperación de la dialéctica en el marxismo no pudo efectuarse sino mediante transformaciones radicales respecto del pensamiento de sus antecesores. Según plantea Althusser, debemos pensar en una contradicción sobredeterminada:
(…) la contradicción Capital-Trabajo no es jamás simple, sino que se encuentra siempre especificada por las formas y las circunstancias históricas concretas en las cuales se ejerce. Especificada por las formas de la superestructura (Estado, ideología dominante, religión, movimientos políticos organizados, etc.); especificada por la situación histórica interna y externa que la determina en función del pasado nacional mismo, por una parte (revolución burguesa realizada o “reprimida”, explotación feudal eliminada, totalmente, parcialmente o no, “costumbres” locales, tradiciones nacionales específicas, aún más, “estilo propio” de las luchas y de los comportamientos políticos, etc...), y del contexto mundial existente, por la otra (lo que allí domina: competencia de naciones capitalistas, o “internacionalismo imperialista”, o competencia en el seno del imperialismo, etc.) (Althusser, 1988 [1962, p. 86)
A partir de esto alcanzamos dos conclusiones. Por un lado, vemos críticamente la operación cognitiva laclausiana de reducir la contradicción marxista, ya sea al movimiento interno simple del concepto (o sea como contradicción hegeliana) o a la fórmula de la contradicción kantiana (vía Colleti). Por otro lado, podemos percibir, a partir de la cita de Althusser, cómo se deshace la supuesta incompatibilidad de las premisas involucradas en la relación fuerzas productivas / relaciones de producción y en la lucha de clases, en el centro del pensamiento dialéctico mismo, en tanto la sobredeterminación convoca a indagar acerca de diversos factores, como las formas de Estado, la ideología dominantes, los movimientos políticos organizados, así como la vinculación al pasado nacional, con sus tradiciones y singularidades, y el contexto mundial, que marcan la especificidad histórica de la contradicción al mismo tiempo que inciden en el plano de la lucha de clases.
Como antecedente, contamos también con un capítulo ineludible en la propia teoría gramsciana de la hegemonía. En su análisis de situaciones, Gramsci propone el estudio de relaciones de fuerzas en distintas dimensiones y escalas. Para las relaciones de fuerzas internacionales, nos convoca a indagar acerca de la conformación de las grandes potencias y su articulación en bloques de Estado hegemónicos, examinando su relación con las potencias menores y bloques dependientes. Pero incluso aquí repone el debate dialéctico, planteando que dichas relaciones deben ser analizadas a la luz de las tendencias del modo de producción dominante en tanto “Toda renovación orgánica en la estructura modifica también orgánicamente las relaciones absolutas y relativas en el campo internacional” (Gramsci, 2016, p. 84). Asimismo, cuando Gramsci distingue los momentos clave del análisis de relaciones de fuerzas propone comenzar por las relaciones de fuerzas sociales, estrechamente ligada a la estructura que hace foco en el desarrollo de las fuerzas productivas y en identificar la posición y función que los grupos sociales ocupan en la producción misma. Según Gramsci, “Esta fundamental disposición de fuerzas permite estudiar si existen en la sociedad las condiciones necesarias y suficientes para su transformación, o sea, permite controlar el grado de realismo y de posibilidades de realización de las diversas ideologías que nacieron en ella misma, en el terreno de las contradicciones que generó durante su desarrollo” (2016, p. 89). Así, nuevamente, el terreno estructural establece condiciones (no definiciones fatalistas ni mecánicas) y es base de contradicciones, así como de un tipo de poder de carácter económico. Pero lejos de caer en una determinación lineal o esencialista, Gramsci avanza hacia las relaciones de fuerzas políticas desmenuzándolas según el grado de homogeneidad, organización y conciencia política colectiva, yendo desde lo económico-corporativo hasta alcanzar el plano estrictamente político de la construcción de hegemonía a nivel Estado. Y finalmente, Gramsci identifica las relaciones de fuerzas militares, las cuales suelen ser decisivas cuando se ponen en juego y combinan ellas mismas elementos estructurales ligadas al nivel técnico de conformación de dichas fuerzas (armamento, combatientes, etc.) hasta un grado político-militar que no puede ser reducido al primero.
Posteriormente, Mao Tse-Tung, en su célebre trabajo “Sobra la contradicción”, realizó aportes significativos para pensar la tensión constitutiva que parte de la unidad de los contrarios, señalando que se encuentra articulada a través de dos sentidos de la identidad o unidad. El primero de ellos remite a su mutua dependencia:
Así sucede con todos los contrarios: en virtud de determinadas condiciones, junto con oponerse el uno al otro, están interconectados, se impregnan recíprocamente, se interpenetran y dependen el uno del otro; esto es lo que se denomina identidad. Los aspectos de toda contradicción se llaman contrarios porque, en virtud de determinadas condiciones, existe entre ellos no-identidad. Pero también existe entre ellos identidad, y por eso están interconectados. A esto se refería Lenin cuando dijo que la dialéctica estudia "cómo los contrarios pueden […] ser idénticos". ¿Por qué pueden serlo? Porque cada uno constituye la condición para la existencia del otro. Este es el primer sentido de la identidad. (1968 [1937], pp. 361-362)
Así, los elementos contrarios están interconectados a través de una relación de unidad, de identidad, que al mismo tiempo posee un segundo carácter, en tanto esta relación de identidad constituye asimismo un “puente” que habilita su movimiento dialéctico, y permite su transformación y el cambio de posición de dominados a dominantes:
La cuestión no se limita a la interdependencia de los contrarios; más importante aún es la transformación del uno en el otro. Esto significa que, en razón de determinadas condiciones, cada uno de los aspectos contradictorios de una cosa se transforma en su contrario cambiando su posición por la de éste. Tal es el segundo sentido de la identidad de los contrarios.
¿Por qué existe identidad aquí también? Obsérvese cómo, a través de la revolución, el proletariado se transforma de clase dominada en clase dominante, en tanto que la burguesía, hasta entonces dominante, se transforma en dominada, cambiando cada cual su posición por la que originalmente ocupaba su contrario. (Tse-Tung, 1968 [1937], p. 362)
Asimismo, es necesario señalar, como plantea Giudici: “En la contradicción dialéctica ni todo se conserva ni todo se destruye” (1973, p. 17); si bien la negación es negada, la negación de la negación nunca es total: “Hay rescate. (…) La cuestión es saber dónde y en qué debe demarcarse la oposición para desarrollar algo contra algo” (1973, p. 17), en cada contradicción, en cada lugar y en cada momento histórico.
El segundo sentido de la identidad, señalado por Tse-Tung, se encuentra directamente relacionado con una de las aspiraciones centrales del materialismo dialéctico: el de constituir una teoría, una genuina concepción del mundo (en el sentido gramsciano) que no sólo se limita al conocimiento de la realidad, sino que habilita su transformación. Tampoco Laclau rehuyó la aspiración de articulación teórico-práctica. Incluso luego de abandonar la perspectiva dialéctica, títulos como Hegemonía y estrategia socialista” o “Por qué construir un pueblo es la tarea principal de la política radical, entre otros, son indicativos de esta preocupación por la transformación social. Aun así, entendemos que el abandono de la categoría de contradicción implica una pérdida de un “arma” teórica poderosa para la comprensión de las sociedades y que habilita una acción liberadora en tanto permite visualizar las relaciones nodales sobre las cuales se yergue la opresión en toda formación social que se encuentre fracturada en clases.
Con respecto al señalamiento de Laclau de que la relación de contradicción sólo puede ser “interna al concepto”, se contrapone a la perspectiva marxista, en tanto que, como señala Tse-Tung: “Cuando decimos que, bajo determinadas condiciones, existe la identidad de los contrarios, nos referimos a contrarios reales y concretos, y consideramos que la transformación del uno en el otro es igualmente real y concreta” (1968, p. 364). Del mismo modo se expresa Engels (2003 [1878]) cuando sostiene que la contradicción es parte constitutiva de la estructura de lo real e impulsa su movimiento. De hecho, habría que preguntarse si Laclau, en esta operación de reducir la contradicción al terreno lógico-conceptual de la proposición, no estaría procediendo como Dühring, quien sostenía: “Lo contradictorio es una categoría que no puede pertenecer más que a combinaciones de pensamientos, no a una realidad” (Engels, 2003 [1878], p. 111), afirmación a la que Engels responde dando desarrollo a la dialéctica marxista.
En este trayecto, entonces, identificamos los dos sentidos de la dialéctica marxista: como teoría de conocimiento y como teoría del movimiento de las sociedades que habilita su transformación.
La dialéctica expresa una aspiración a captar la totalidad (ya que el marxismo recupera de Hegel la noción de que la verdad está en la totalidad) a través de la aprehensión de una realidad contradictoria en constante movimiento. El marxismo como materialismo histórico y dialéctico expresa la relevancia del estudio del orden material, tomando en cuenta que “la materia de que toma su nombre el materialismo histórico no es nada más ni nada menos que la relación de unos hombres con otros y con la naturaleza (Bloch)” (Peña, 2000 [1958]). Esto remite a las premisas que Marx y Engels (1985 ([1846]) plantean en la Ideología alemana señalando que parten de la acción de las personas en sus condiciones materiales, acción que implica un modo de vida, en tanto los hombres son lo que hacen y cómo lo hacen, y tomando como “primer hecho histórico” la necesidad de reproducción y la producción de medios para dicha satisfacción. Así, sosteniendo la relevancia de los procesos productivos en un contexto histórico que (hasta hoy) conlleva que las mayorías populares involucren la amplia mayoría de su tiempo y energía en los procesos de trabajo, y en la coyuntura del debate de Marx y Engels con el Idealismo y la propuesta de “inversión” de la dialéctica hegeliana, un primer paso consiste en atender el orden de la reproducción material. Pero, inmediatamente, la perspectiva de totalidad nos compele a atender las múltiples dimensiones y escalas que componen los fenómenos sociales (y a la construcción de los objetos de estudio en el plano de la teoría del conocimiento).
Así, lo real es relacional y la totalidad es la expresión del entramado de relaciones sociales que constituyen lo real. En los Grundrisse, donde la dialéctica es esbozada como teoría del conocimiento, surcando factores del orden epistemológico, gnoseológico y metodológico, Marx señala que partimos de lo real concreto, el terreno de lo existente, al que nos aproximamos con una primera representación plena de la totalidad caótica,6 que según Kohan (2003) se liga a una primera aproximación cognitiva de la totalidad pero atravesada por el sentido común (en los términos de Gramsci). Luego se gesta el segundo momento de la acción cognitiva que consiste en la abstracción, que es un acto analítico que desagrega y separa los distintos elementos de dicha totalidad caótica, y como señala Dussel (1985, p. 51), “separa una parte del todo y la considera como todo”. Realiza, en este sentido ese paso clave que resaltaba Lenin: entender la dialéctica como conocimiento multilateral, de innumerables matices en el modo de abordar la realidad, desarrollando de cada matiz un todo. Una vez construidas las determinaciones abstractas desagregadas, la operación dialéctica retorna de la parte al todo, construyendo sintéticamente a partir de las determinaciones abstractas una totalidad concreta en general, transformando las representaciones y determinaciones en conceptos que se relacionan y co-determinan mutuamente al interior de dicha totalidad:
“La “construcción” dialéctica obedece a un doble movimiento. Por una parte, maneja las determinaciones (claramente definidas como “conceptos”, ellos mismos “construidos” en cuanto esencia pensada con determinaciones internas) y las relaciona mutuamente entre sí (producción-consumo p.ej.), codeterminándose mutuamente. De esta manera los “opuestos” se codefinen. En un segundo momento, se constituye sintéticamente con ellos una nueva totalidad que adquiere autonomía (es la totalidad articulada con múltiples determinaciones). Llegado a este nivel concreto lo que antes aparecía como opuesto (producción y consumo), ahora forman parte de una “unidad” que los comprende y explica” (Dussel, 1985, p. 53).
Se alcanza, así, la constitución de la estructura sintética del objeto de estudio señalada por Gutiérrez Rohán (2007). En este proceso comienza a desarrollarse un camino de retorno del mundo conceptual al mundo real a través de la construcción de categorías explicativas que nos permitan conquistar una totalidad concreta histórica explicada, donde “The concrete is concrete because it is the concentration of many determinations, hence unity of the diverse”7 (Marx, 2002b [1857-61],, p. 20), lo que se relaciona estrechamente con la lectura althusseriana de la sobredeterminación de la contradicción:
“Si aplicamos la definición de lo "concreto" ofrecida por Marx, no al producto de la práctica teórica, sino a una coyuntura histórica específica, sigue siendo válido que lo concreto es concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones. El análisis concreto de una situación concreta exigido por Lenin es, en consecuencia, el análisis de una situación en la cual se sintetizan múltiples determinaciones o, lo que es igual, el análisis de una situación sobredeterminada. Una situación histórica no es jamás el efecto de una contradicción simple o única, ni tampoco los efectos de una misma contradicción son semejantes en diversas coyunturas históricas. Así, por ejemplo, la contradicción entre capital y trabajo, contradicción fundamental en las formaciones sociales en las cuales es dominante el modo de producción capitalista, adquiere, sin embargo, una eficacia distinta en cada sociedad y en cada momento histórico, dependiendo del conjunto de las circunstancias sociales en las cuales esa contradicción opera” (Pereyra, 1977 p. 61).
De este modo, podemos ver reunidos y articulados los dos sentidos de la dialéctica en sus distintos planos8: una teoría del conocimiento que indaga el desarrollo de los fenómenos sociales y habilita guías para la transformación.
Esto no implica que estos clásicos del marxismo estén exentos de diversos problemas teóricos, como el intento de expansión de la dialéctica a todas las formas de movimiento incluso en la naturaleza que promueve Engels, algunos remanentes teleológicos teñidos de inevitabilidad histórica o cierta subvaloración de algunos fenómenos ideológicos y culturales. En este último caso, observamos que Tse-Tung, a pesar de sostener que “los mejores mitos poseen, como señaló Marx, `un encanto eterno´”, luego desestima esta potencia sentenciando que “los mitos no se crean basándose en situaciones determinadas surgidas de contradicciones concretas y, por lo tanto, no son un reflejo científico de la realidad” (Tse-Tung, 1968, p. 365), en el marco del debate que tenía con los dogmáticos y místicos de su época. Pero, por su parte, en Gramsci (2017) el mito adquiere vigor y ocupa un lugar destacado en los procesos sociales, aspecto que desarrolla en su enfoque de la fuerza política el Príncipe moderno, en el cual el mito cumple un papel destacado en la conformación de la voluntad colectiva.
También es necesario retomar las críticas de Laclau a la perspectiva teleológica que contienen diversas variantes del marxismo, impregnadas de una visión de necesariedad e inevitabilidad de la superación de los opuestos. Como ya lo dijo Althusser [1962], la contradicción puede ser sobredeterminada en el sentido de una inhibición histórica, de un verdadero “bloqueo” de la contradicción, o en el sentido de la ruptura revolucionaria. Entonces nada hace prever el desenlace fatalista o mecanicista de las contradicciones, sino su complejo desarrollo en una formación social particular en un período histórico dado, que convoca al análisis profundo de las sobredeterminaciones que actúan y que aportan un carácter contingente. Ya la máxima de Rosa Luxemburgo, “socialismo o barbarie”, habilitaba la posibilidad de la barbarie como forma de resolución no teleológica de la contradicción. También en el análisis del Americanismo y Fordismo de Gramsci (2017) se evidencia la inaudita capacidad del capitalismo para readaptarse, reformularse y persistir.
Si la sobredeterminación es constitutiva de la contradicción, entonces las modificaciones en la estructura no tienen un reflejo inmediato en las superestructuras, lo que nos aleja del economicismo. Además, las formas de una nueva superestructura o distintas circunstancias nacionales o internacionales pueden provocar “la supervivencia, es decir, la reactivación de los elementos antiguos. Esta reactivación es inconcebible en una dialéctica desprovista de sobredeterminación” (Althusser, 1988, pp. 94-95). Esto se emparenta, a su vez, con el pensamiento gramsciano de la hegemonía: en las sociedades complejas el Estado, si bien es una parte fundamental, es sólo la trinchera más avanzada detrás de la cual se encuentran múltiples casamatas de la sociedad civil con capacidad de recomponer la hegemonía y el orden previo o de marcar de forma singular el orden naciente. La guerra de posiciones, entonces, atraviesa el todo social, desde el sentido común hasta las ciencias, desde cualquier ámbito de participación colectiva hasta el Estado.
En conclusión, el camino de “la crítica de la crítica” realizado nos impide abonar el razonamiento que lleva de la esquematización del marxismo en clave reduccionista (reduccionismo de clase, economicismo, esencialismo, etc.), que deriva en el abandono de categorías marxistas centrales como la contradicción, involucrando una des-jerarquización del análisis de clases sociales, y lleva a la eliminación de la distinción estructura-superestructura, en pos del imperio del discurso. Este trayecto puede llevar a subsumir la estructura en las superestructuras y, dentro de ellas, en la ideología, lo que radicalizaría la posición althusseriana de que la ideología constituye sujetos, para luego borrar estos trazos y permanecer en el imperio del sentido, del discurso como co-extensivo a toda práctica social y de una estructura única fundada a partir de él, lo que derivaría, a nuestro entender, en una nueva tensión teórica que trascurre de la crítica al economicismo a cierto politicismo o ideologismo.
Asimismo, es preciso señalar que estas tensiones pueden ser visualizadas en diversos trabajos como “Tesis acerca de la forma hegemónica de la política” (Laclau, 1985), en el que la crítica de Laclau al economicismo y al reduccionismo de clase en el marxismo lo lleva a postular una alternativa basada en la teoría de la hegemonía que no logra evadir ciertas problemáticas que seguirán luego presentes. El enfoque alternativo de Laclau para evitar el reduccionismo de clase lo lleva a visualizar dos caminos: “o bien identificar las clases con la posicionalidades económicas de los agentes (…) o bien entender por clases sociales a estos últimos conjuntos articulados –lo que significa formular sistemas de conceptualización mucho más concretos e históricos que los que el marxismo ha producido hasta el presente” (1985, p. 20). Aquí quedan explícitas dos limitaciones. En primer lugar, parece no recordar las distintas construcciones que aplicó Marx sobre las clases en sus distintos escritos. Lejos de pensar las clases como cristalizadas o definidas a priori, vemos que Marx en el 18 Brumario (2000 [1852]), que es un texto eminentemente político, se para desde los problemas analizados en esta dimensión para construir su recorte de las fracciones,9 mientras que en un trabajo de naturaleza distinta como El Capital (2007 [1885]), las clases y fracciones aparecen elaboradas a partir de otro ángulo, ligadas a los distintos ciclos del capital, según se desprende del análisis de su reproducción ampliada. Y en segundo lugar, Laclau prefigura una crítica al economicismo que va a derivar en la tensión politicista, porque funde las distintas dimensiones en una primacía arrolladora de la política a partir del principio hegemónico: “la determinación de la estructuración hegemónica de la sociedad constituye el punto de partida de todo análisis concreto de la misma” (1985, p. 21) y la localización de la construcción de hegemonía en el terreno del discurso. Se borran así los distintos niveles de análisis propuestos por Gramsci en su análisis de relaciones de fuerzas, en el que la teoría de la hegemonía tiene su lugar específico, con lo que se invisibilizan factores del orden de la estructura social, la lucha militar o de la escala internacional.
Algunos autores ven realizada esta tensión en la teoría de Laclau, como, por ejemplo, Veltmeyer cuando sostiene: “Tan preocupado está Laclau por combatir el “`reduccionismo clasista´-que se halla más en la mente de Laclau que en los escritos marxistas serios- y los múltiples y diversos `esencialismos´ del marxismo vulgar, que él cae en la trampa del `reduccionismo discursivo´: de la reducción de la realidad al concepto, transformando las cosas en palabras” (2006, p. 5). En un sentido similar se expresa Rush al señalar que Laclau y Mouffe “reemplazan el supuesto esencialismo economicista de Marx y el marxismo, por lo que parece ser, como ya dije, un esencialismo `politicista y discursivista´” (2002, s/p). También se posicionan en la misma línea Borón y Cuéllar cuando sostienen: “Los pasos del tránsito de Laclau desde el estructuralismo materialista al neoestructuralismo idealista son los siguientes: a] inversión de la problemática althusseriana; b] reducción de lo económico a lo político y de lo político a lo ideológico; c] reducción de lo ideológico a lo discursivo y de la temática del sujeto a la temática de lo discursivo; y d] liquidación, a fin de cuentas, de la temática de la hegemonía en la forma que está presente en Lenin y Gramsci” (1983, p. 10).
A diferencia de estos últimos posicionamientos, entendemos que, incluso con las tensiones señaladas, el enfoque planteado por Laclau muestra una intensa vivacidad y capacidad para el análisis político contemporáneo, por lo que desde una perspectiva marxista es preciso buscar una rearticulación que permita valorar su aporte a la teoría de la hegemonía.
4. Antagonismo, hegemonía y populismo
A partir de lo señalado, proponemos recuperar la categoría de contradicción para re-articularla con una visión particular del antagonismo. Entendemos que la contradicción emerge del aspecto de negación de los polos de una unidad y contiene una potencia disruptiva que parte de la estructura, pero que se encuentra siempre sobredeterminada, convocándonos a indagar qué factores, tanto del nivel superestructural como de la escala internacional, actúan sobre ella. Asimismo, las contradicciones, si bien presentan rasgos estructurales que tienden a motivar la emergencia de conflictos, no se traducen inmediatamente en un antagonismo, sino que se requiere que se produzca efectivamente un acto de resistencia que se constituya en una confrontación de un carácter cualitativamente distinto. Asimismo, el análisis de los conflictos, como los que se suscitan entre capital y trabajo, no implica abolir el papel de la contingencia, sino re-articularla con fenómenos de carácter estructural que están, a su vez, sobredeterminados y que deben ser estudiados a la luz de un proceso histórico particular.
En este marco, el antagonismo remite a una dimensión estrictamente política que produce un re-aglutinamiento con base en la confrontación y que, a la luz de distintos elementos de la estrategia laclausiana, se encuentra vinculado a la articulación de demandas que, en tanto representación de faltas, permiten conformar una cadena de equivalencias, implicando el establecimiento de una frontera en un proceso de conformación identitaria y emergencia de sujetos.
En este sentido, nos proponemos realizar una re-localización de distintos elementos provenientes de la estrategia analítica de Laclau, incorporándolos como una teoría “regional” de lo político (evocando a Poulantzas). Es decir, ubicar la propuesta de Laclau como un aporte a la teoría de la hegemonía para profundizar el estudio de las lógicas políticas y su rol instituyente, sin dejar de señalar que encuentra dificultades para pensarla como una teoría general de la sociedad en su conjunto.
En la topografía de la teoría gramsciana de la hegemonía encontramos un terreno preciso de máximo contacto con la propuesta laclausiana en el que es plausible re-inscribirla. Este es el grado superior, estrictamente político, de las relaciones de fuerzas políticas:
(…) es la fase en la cual las ideologías ya existentes se transforman en “partido”, se confrontan y entran en lucha, hasta que una sola de ellas, o al menos una sola combinación de ellas, tiende a prevalecer, a imponerse, a difundirse por toda el área social, determinando, además de la unidad de los fines económicos y políticos, la unidad intelectual y moral, planteando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha, no sobre un plano corporativo, sino sobre un plano “universal” y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados. El Estado es concebido como organismo propio de un grupo, destinado a crear las condiciones favorables para la máxima expansión del mismo grupo; pero este desarrollo y esta expansión son concebidos y presentados como la fuerza motriz de una expansión universal, de un desarrollo de todas las energías “nacionales”. El grupo dominante es coordinado concretamente con los intereses generales de los grupos subordinados y la vida estatal es concebida como una formación y una superación continua de equilibrios inestables (en el ámbito de la ley) entre los intereses del grupo fundamental y los de los grupos subordinados; equilibrios en donde los intereses del grupo dominante prevalecen pero hasta cierto punto, o sea, hasta el punto en que chocan con el mezquino interés económico-corporativo (Gramsci, 2016, p. 90).
En este punto se observan tanto las vastas implicancias que una perspectiva analítica en términos de hegemonía puede abarcar, como también la ubicación específica en la que se centra dicho recorrido: la dimensión superestructural, en su grado político superior, que está soldado a la realización de una concepción del mundo que se plasma en acción, en dirección de un grupo social sobre otros. La hegemonía aparece asociada a una batalla donde las ideologías existentes se transforman en “partido”; es decir, en una fuerza colectiva que encarna un proyecto de sociedad, en tanto cobra forma tomando posición sobre los aspectos cardinales que atraviesan la vida de una nación en un momento determinado y alcanza a expresar una unidad. Es una unidad de fines económicos y políticos, lo cual da forma a un proyecto societario ligado a los intereses estratégicos de la clase o fracción hegemónica pero articulando concesiones en relación con los grupos subordinados, y es también una unidad intelectual y moral, que modifica ideas y valores, e incide sobre el plano de la cultura. Pero esta hegemonía logra constituirse en tanto tal porque traspasa el nivel corporativo, particular, y se piensa y plantea desde el lugar de lo universal, por lo que el componente consensual de la política tiende a prevalecer por sobre el componente de la coerción. Estos son algunos de los factores clave que habilitan la dirección de un grupo social sobre otros, definición misma del concepto de hegemonía. Entonces, ¿cómo re-articular la propuesta de Laclau en este marco conceptual?
La estrategia analítica de Laclau parte de una unidad de análisis básica: la demanda social (demand), ya aparezca esta como petición (request) o reclamo (claim). Las demandas tienen una dimensión equivalencial en tanto poseen una negatividad común: todas ellas expresan una falta, lo que habilita una solidaridad que permite ligarlas creando una cadena de equivalencias, al mismo tiempo que opera una lógica de la diferencia, en tanto son heterogéneas entre sí. A su vez, Laclau las clasifica, según el carácter que revistan, en demandas democráticas, cuando las demandas permanecen aisladas, y demandas populares, cuando estas, a través de su articulación equivalencial, comienzan a constituir potencialmente sujetos, implicando en la razón populista la conformación de un pueblo. Las demandas democráticas, por ende, pueden ser incorporadas en una formación hegemónica en expansión, mientras que las demandas populares representan un desafío a la formación hegemónica establecida como tal. Mientras el concepto de interés en Gramsci refiere a una visión que repone el vínculo entre la política y el nivel estructural, delimitado por la posición y función de los grupos sociales en dicha estructura, el concepto de demanda de Laclau se sitúa directamente en la dimensión política y, como señala Retamozo, las demandas “tienen un contenido de deseo, discurso y constitución más abierto” (2017a, p. 169).
Comenzamos a ver cómo opera la hegemonía como lógica política en Laclau y la especificidad que contiene la lógica populista. En ambas el antagonismo ocupa un lugar central, en tanto parten de dos precondiciones: la formación de una frontera interna y la articulación equivalencial de demandas, lo cual hace posible el surgimiento de sujetos políticos y del pueblo en la lógica populista.
La construcción de hegemonía aparece definida, en esta perspectiva, como un particular que ocupa el lugar de un universal, lo cual evidencia un puente con la perspectiva gramsciana. De este modo, observamos cómo la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia actúan en la demanda:
(…) existe la posibilidad que una diferencia, sin dejar de ser particular, asuma la representación de una totalidad inconmensurable. De esta manera su cuerpo está dividido entre lo que ella aún es y la significación más universal de la que es portadora. Esta operación por la que una particularidad asume una significación universal inconmensurable consigo misma es lo que denominamos hegemonía (Laclau, 2005, p. 95).
Esta aproximación nos permite vislumbrar mejor la relación entre hegemonía y antagonismo. En la perspectiva de Laclau aparecen tres movimientos articulados. En primer lugar, se gesta la unificación de una pluralidad de demandas en una cadena equivalencial. En segundo lugar, se produce la constitución de una frontera interna que divide el espacio social en dos campos. Y, finalmente, se consolida la cadena equivalencial mediante la construcción de una identidad popular que es cualitativamente algo más que la simple suma de los lazos equivalenciales y conforma un sistema estable de significación (Laclau, 2005). La producción de sujetos políticos se da, entonces, en estos pasos de la hegemonía como lógica política. La construcción de hegemonía implica que una demanda comience a cobrar un valor distinto, del particular a la representación de una “totalidad inconmensurable”; así entra en escena la categoría de significante vacío. Según Laclau, su importancia está dada por la función que cumple dentro de una lógica hegemónica en tanto encarna ese particular que se universaliza y por la función reorganizadora y reestructuradora de los elementos que articula. Es un significante que “vacía” parcialmente su contenido original para poder asumir la representación del conjunto de la cadena equivalencial. Y en este proceso a través del cual una demanda se convierte en significante vacío comienza a aparecer el sujeto político, en el marco de la delimitación de frontera involucrada en el antagonismo:
Tenemos ahora todos los elementos necesarios para definir aquello que está involucrado en una relación antagónica. El momento del choque antagónico, que no puede ser representado directamente, puede sin embargo ser significado –positivizado, si se prefiere– mediante la producción de un significante vacío (o dos, mejor; uno a cada lado de la frontera antagónica). El campo perteneciente a la propia identidad, que no puede cerrarse alrededor de su particularidad óntica por la presencia de la fuerza antagónica, tiene que significarse por medio de una cadena de equivalencias entre sus contenidos interiores y por medio de la producción de un significante vacío sin significado, porque representa la completud imposible de la comunidad. Y lo que cada una de las fuerzas en conflicto verá al otro lado de la frontera antagónica no será una medida puramente óntica tampoco; esa medida podrá ser sólo un significado de la representación de algo diferente a sí misma: la anti-comunidad. Esta brecha entre significados ónticos de representación está impregnada de una multiplicidad de consecuencias políticas, la más importante es la esencial inestabilidad de toda cadena de equivalencias: ningún significante vacío puede controlar por completo lo que constituye los eslabones que serán parte de esa cadena (Laclau, 2006, p. 26)
Estas definiciones teóricas arrojan un conjunto de factores que permiten profundizar la teoría de la hegemonía a partir del análisis de las lógicas del antagonismo. En primer lugar, la constitución identitaria se gesta en un campo de enfrentamiento, en la relación antagónica misma, en la que “los componentes de cada polo del antagonismo no están unidos por cualquier rasgo positivo compartido (en ese caso nos ocuparíamos de una unidad puramente objetiva) sino por la oposición de todos a la fuerza con la que están confrontados” (Laclau, 2006, p. 27).
Asimismo, en tanto planteamos una revalorización de la categoría de contradicción y de los factores estructurales en la conformación de las sociedades, entendemos que el sujeto político no es reductible ni directamente asimilable al plano económico, y viceversa. En ese sentido, proponemos definir al agente económico por su anclaje estructural, por la posición y función en la producción. Su agrupamiento en virtud de las relaciones productivas nos permite organizar a los agentes en clases y fracciones de clases, de particular relevancia para indagar los procesos de reproducción ampliada del capital. Asimismo, los agentes pueden constituirse en sujeto, pero lo hacen ingresando en otra dimensión con lógicas propias. En vinculación a las distintas gradaciones que Gramsci distingue en el análisis de las relaciones de fuerzas políticas se constituyen los actores corporativos, cuando su margen de organización y acción se limita al campo de las disputas económicas, y entrando ya en el grado específicamente político, encontramos en su singularidad a los diversos actores políticos. Estos, a su vez, pueden devenir en sujetos políticos, cuando participan del antagonismo y se da un salto cualitativo en la construcción de hegemonía y de voluntad colectiva. Esto implica reponer una historicidad donde la articulación de demandas no puede ser pensada sin los rasgos de los “portadores” y organizadores de dichas demandas.
Asimismo, como sostiene Retamozo, “El proceso de antagonización de la subordinación produce el recuerdo de la contingencia, revela el carácter político, tiene potencial subversivo y abre la posibilidad de un nuevo momento (re) fundante” (2009, p. 84). Laclau señala: “Desde el punto de vista de cada una de las dos fuerzas antagónicas, su oponente no es una presencia objetiva, que completa la plenitud de la propia identidad, sino que representa, por el contrario, aquello que hace imposible alcanzar semejante plenitud” (Laclau, 2006, p. 22). Y que “la construcción del `pueblo´ va a ser el intento de dar un nombre a esa plenitud ausente” (Laclau, 2005, p. 113). Esta promesa de plenitud, que encarnan los sujetos políticos constituidos en el antagonismo, constituye un factor clave de la construcción de hegemonía, que se vincula con los proyectos como vía de realización de dicha promesa. En este camino, acordamos con Retamozo cuando sostiene que “la dimensión de los proyectos políticos resulta central puesto que allí se plasma la producción de significantes aglutinantes, las promesas de plenitud inherentes a la movilización política y la elaboración del espacio mítico que permite romper con los principios de representación hegemónicos” (2009, p. 86). Aquí vemos cómo el proyecto contiene una capacidad orientadora de la estrategia hegemónica, pues conforma un camino hacia la resolución imposible de la promesa con la potencia del mito, y constituye el desenvolvimiento de estos elementos clave presentes también en el Príncipe moderno gramsciano. Además, el proyecto tiene en su base una ligazón con la creación y desarrollo de una concepción de mundo, lo que recuerda con Althusser ([1970] 2003) el rol de la interpelación ideológica en la constitución de sujetos.
Ahora bien, como señala Laclau, “La noción de un antagonismo constitutivo, de una frontera radical, requiere (…) un espacio fracturado” (2005, p. 112). Entendemos que, una vez rescatada la relevancia teórica de la categoría de contradicción, podemos pensar que las múltiples contradicciones que atraviesan una formación social son parte de esas fracturas constitutivas.
Por su parte, Laclau construye, sobre la hegemonía como lógica política, la razón populista como una lógica particular de lo político. Así, podemos pensar el populismo como la lógica hegemónica a través de la cual se construye un sujeto-pueblo. Laclau recupera una doble acepción del pueblo: como plebs, que contiene a los no privilegiados, los subalternos, y como populus, el cuerpo de todos los ciudadanos. En este camino, según señala Balsa (2010), otro aporte de Laclau a la teoría de la hegemonía se refiere a la combinación de dos operaciones lógicas en el populismo. Por un lado, una operación de inclusión radical, que implica un corrimiento de la frontera de lo socialmente legitimado, con lo que se profundiza y amplía la ciudadanía. Y por otro, un tipo de hegemonía que resignifica el concepto de soberanía popular como eje democrático, que pone el plebs como único pueblo legítimo.
En este punto, parece relevante recuperar la problemática de la construcción del pueblo en Gramsci. El revolucionario italiano, sin dejar de analizar las lógicas específicamente políticas de la construcción hegemónica de un pueblo, mantiene el anclaje estructural mediante el concepto de clases subalternas, de modo que un pueblo no es “cualquier” pueblo, sino que (como el plebs) está ligado a los grupos subordinados envueltos en este concepto maleable que entraña la subalternidad de posiciones. Pero, a su vez, no se trata de un pueblo que sea reductible a la clase, en el sentido de que las fronteras de recorte de pueblo y clase pueden no coincidir exactamente, pero entendiendo también que el pueblo no puede pensarse sin las clases, al menos en las sociedades capitalistas, en tanto la fractura clasista sigue siendo un anclaje central de la subordinación. Es la construcción de una voluntad colectiva nacional-popular que está íntimamente ligada a la formación social que lo contiene y a su propia historia.
Estos elementos teóricos ya aparecían en el primer Laclau, para quien el pueblo “no es un mero concepto retórico, sino una determinación objetiva, uno de los polos en la contradicción dominante al nivel de una formación social concreta” (1978, p. 193). Allí, Laclau sostenía que, si bien “la contradicción dominante al nivel del modo de producción constituye el campo específico de la lucha de clases” (1978, p. 193), había que poner el foco en cómo esta se articulaba con la contradicción pueblo / bloque de poder, cuya inteligibilidad no dependía de las relaciones de producción sino del conjunto de relaciones políticas e ideológicas de dominación constitutivas de una formación social determinada. La tesis de esta primera teoría del populismo en Laclau era que “el populismo consiste en la presentación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético-antagónico respecto a la ideología dominante” (1978, p. 201).
Por su parte, según La razón populista, en la dinámica del antagonismo, las demandas se articulan conformando una cadena hasta alcanzar un punto donde el lazo equivalencial se cristaliza y lo que antes era mediación ahora cobra consistencia propia: “aunque el lazo estaba originalmente subordinado a las demandas, ahora reacciona sobre ellas y, mediante una inversión de la relación, comienza a comportarse como su fundamento. Sin esta operación de inversión no habría populismo” (Laclau, 2005, p. 122). De este modo, el pueblo como parcialidad que aspira a ser concebido como totalidad se moviliza y constituye en torno a una promesa de plenitud, que en Gramsci implica la universalización de una concepción del mundo, la construcción de una política hegemónica que disputa el orden social en tanto la conducción política y cultural de una fuerza particular pueda aparecer como realizando el conjunto de las “energías” nacionales, o sea, como la realizadora potencial de dicha promesa de plenitud.
Otro elemento clave del populismo se refiere a la centralidad del líder. Según vimos, un eslabón de la cadena equivalencial que articula demandas heterogéneas asume la representación del conjunto de la cadena, conduce a una singularidad: “la lógica de la equivalencia conduce a una singularidad, y ésta a la identificación de la unidad del grupo con el líder” (Laclau, 2005, p. 130). De este modo, la articulación de demandas va gestando la construcción de sujeto-pueblo y, en tanto se consolida la cadena, una demanda asume como significante vacío la representación de la cadena en su conjunto, así como la construcción identitaria va también cristalizando y se realiza en la singularidad del líder. Esta es la lógica que opera, en tanto “la unificación simbólica del grupo en torno a una individualidad (…) es inherente a la formación de un pueblo” (Laclau, 2005, p. 130). En este sentido, el rol del líder cobra relevancia para el análisis de constitución de sujeto, al tiempo que ocupa un lugar destacado en la conducción del proyecto de sociedad. El lugar del líder se vuelve clave en tanto, como señala Laclau, adquiere una “investidura radical: el hacer de un objeto la encarnación de la plenitud mítica” (2005, p. 148).
En este punto notamos un conjunto de similitudes y diferencias con el enfoque gramsciano del Príncipe Moderno. El Príncipe moderno tiene origen en las lecturas que Gramsci (2017) realiza sobre El Príncipe de Maquiavelo, que es la personificación simbólica de una voluntad colectiva que procuraba la concreción de un fin político para el cual deberá ser un instrumento de instrucción y convencimiento. Según Gramsci, el Príncipe moderno tiene como objetivo articular a los grupos sociales subalternos y construir una voluntad colectiva. Para ello no sólo debe aportar a la conciencia y homogeneidad del pueblo, en el sentido de unidad de lo subalterno heterogéneo articulado en torno al proyecto, sino además movilizar las pasiones, para dar origen a una fuerza social y política transformadora que avance en un proceso de acumulación de fuerzas capaz de crear un nuevo Estado. En este proceso tiene preeminencia el rol del mito, que se orienta a la “creación de una fantasía concreta que opera sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva” (Gramsci, 2017, pp. 11-12).
De este modo, el Príncipe y el líder comparten un rol en la construcción del pueblo y en la dimensión mítica que los atraviesa. Pero a diferencia del líder, el Príncipe moderno gramsciano no es un héroe individual sino que “sólo puede ser un organismo, un elemento de la sociedad complejo en el que ya se haya iniciado la concreción de una voluntad colectiva reconocida y afirmada parcialmente en la acción. Este organismo ha sido creado ya por el desarrollo histórico: es el partido político” (Gramsci, 2017, pp. 13-14). Y a su vez, el enfoque del Príncipe se articula y profundiza con el estudio sobre los intelectuales y el rol de la cultura. Así, una complementación de estas lecturas nos permite ahondar en la dialéctica entre lo individual/singular y lo colectivo/plural, reponiendo el rol del líder y la articulación de demandas sin dejar de atender a la conformación de las fuerzas organizadas, ambas indispensables para comprender la dinámica del antagonismo y su desempeño en el momento de las relaciones de fuerzas políticas. Pero estas, a su vez, deben ser indagadas en el marco de las contradicciones e intereses que operan desde el nivel estructural y que emanan sus efectos desde las relaciones de fuerzas sociales.
5. Conclusiones y reflexiones finales
El artículo se orientó a brindar un aporte de crítica, localización y re-articulación de la perspectiva laclausiana de análisis del antagonismo y del populismo con la teoría gramsciana de la hegemonía y el análisis dialéctico de la contradicción.
Entendemos que, si bien la crítica de Laclau al marxismo que deriva en el abandono de la categoría de contradicción y en una subvaloración del análisis de clases está constituida por argumentos de dudosa validez, el camino de la crítica a dicha crítica rehabilita una complementación posible entre el marxismo y diversos aspectos de la propuesta laclausiana. Esta complementación no implica una recepción inocua de los conceptos, sino un trabajo de articulación teórica que se hace posible en tanto re-localiza la propuesta de Laclau como una teoría “regional” de lo político, engarzando dicho aporte en los distintos niveles que Gramsci distingue en su análisis de relaciones de fuerzas para profundizar el grado político-hegemónico de las relaciones de fuerzas políticas, donde tiene lugar el antagonismo y la construcción del sujeto pueblo. Pero esto debe hacerse restableciendo la relevancia de la dimensión estructural, ligada a la posición y función de los agentes en el marco de las relaciones de fuerzas sociales, y efectuando asimismo la recuperación de la categoría contradicción.
Entendemos que estos dos órdenes distintos, en los que afincan la contradicción y el antagonismo, no pueden reducirse uno al otro ni tampoco prescindir uno del otro, y que su mutua implicancia y desarrollo debe determinarse históricamente: el peso de las condiciones estructurales de carácter económico y social, y de los fenómenos políticos, ideológicos y culturales ligados al antagonismo, han de ser analizados a la luz de un problema de estudio.
De este modo, efectuamos una revalorización de la esfera política pero, al mismo tiempo, advertimos acerca de las tensiones que conlleva la tenue línea que separa la “primacía de la política” del imperio asfixiante de la política leída a través de una única estructura del discurso y expandida al todo social. Esta tensión establece un puente que puede fácilmente conducir de la crítica al economicismo a un nuevo politicismo o ideologismo. Este aspecto puede verse, por ejemplo, en la identificación de la hegemonía como la lógica misma de la política, lo cual no sólo quita riqueza y especificidad al análisis en términos de hegemonía, sino que dificulta ver lógicas políticas no hegemónicas. Así, estos solapamientos en los que, siguiendo a Balsa (2010), incurre Laclau se generan también cuando la ampliación del concepto de populismo, su total formalización e identificación con lo político, convierte toda política en política populista, con lo que se pierde la especificidad del aporte teórico. Recuperamos entonces, con Gramsci, la idea de guerra de posiciones y la hegemonía como lógica destacada pero no única de la política, dentro de la cual la propuesta de Laclau sobre los conceptos de antagonismo y populismo tiene una importante contribución para hacer.
Así, entendemos que el esquema laclausiano, que parte de la demanda como unidad de análisis, la conformación de una cadena equivalencial que a través del significante vacío permite la lógica hegemónica de presentar un particular como universal, y su vinculación a la constitución de sujetos en la delimitación de un campo de antagonismo, provee herramientas analíticas que permiten profundizar el análisis de la dimensión política. Nos encontramos frente a un aporte a la teoría de la hegemonía que debe ser revalorizado por quienes sostenemos un enfoque teórico basado en el marxismo.
Valoramos la dialéctica en el doble sentido enunciado por Lenin: como teoría de conocimiento y como teoría del movimiento de las sociedades que habilita su transformación, en la que las categorías de contradicción y antagonismo cobran jerarquía explicativa. Incluso aquí notamos que, desde posiciones herederas de Laclau, como la de Retamozo, se plantea actualmente la importancia de recuperar el pensamiento dialéctico mediante la idea de negatividad preservada por Laclau, trazando puentes a través del pensamiento de Dussel, “una negatividad constitutiva del orden que produce víctimas cuya praxis es el vehículo de emancipación (vía negación de la negación”) (2017b, p. 290).
En nuestra perspectiva, rescatamos la relevancia de las dinámicas de reproducción material involucradas en la noción marxista de estructura, que retomamos asimismo en el análisis gramsciano de relaciones de fuerzas, en su nivel de las fuerzas sociales. Dicho nivel actúa de asidero de contradicciones cardinales, recurrentes a toda formación social capitalista, tal como la contradicción entre capital y trabajo, que constituye una disrupción perenne que da lugar a una tendencia al conflicto. Asimismo, encontramos dificultades de aplicar el esquema laclausiano para ámbitos que se ubiquen más allá del nivel político, ideológico y cultural como, por ejemplo, el estudio de la dimensión económica y social, ya que observamos un amplio conjunto de relaciones involucradas en el proceso de reproducción ampliada del capital que no necesariamente pueden ser estudiadas en la lógica del antagonismo y que, sin embargo, son fundamentales para la explicación de fenómenos que son también estructurantes del orden social. A su vez, recordamos con Mao Tse-Tung que “el antagonismo constituye una forma, pero no la única, de la lucha de los contrarios” (1968, p. 367), al mismo tiempo que “algunas contradicciones tienen un carácter antagónico abierto, mientras que otras no. Siguiendo el desarrollo concreto de las cosas, algunas contradicciones, originalmente no antagónicas, se transforman en antagónicas, en tanto que otras, originalmente antagónicas, se transforman en no antagónicas” (1968, p. 368).
La recuperación de la contradicción nos permite volver a destacar la relevancia del análisis de clases en las sociedades capitalistas contemporáneas, complejizada y liberada del determinismo económico a partir de la idea althusseriana de la sobredeterminación. Al mismo tiempo, realizamos una recuperación analítica del pueblo, y específicamente de las lógicas de construcción del pueblo, pero entendemos que esta tarea no es sólo una construcción del ámbito del discurso ligado al significante vacío y a la demanda como unidad de análisis, ya que si bien valoramos la potencia de dichas herramientas para la investigación de la dimensión política e ideológica, vemos la necesidad de complementarlo con el análisis de la estructura económica y de las relaciones de fuerzas sociales, así como con el de las relaciones de fuerzas militares y los factores del orden internacional. Asimismo, entendemos que la pregunta por la demanda y su articulación no puede estar desligada de la pregunta por sus “portadores” y una revalorización de la organización colectiva. Esto permite a su vez tender puentes que van de lo particular a lo universal y de lo singular a lo colectivo, en los que entra a jugar, en la construcción de hegemonía y de sujeto popular, una articulación entre el rol del líder, de la fuerza-Príncipe y de los intelectuales orgánicos.
Incluso, la propia polivalencia que acompaña a la categoría de populismo puede ser una fuente de potencialidad, complementando la perspectiva laclausiana del populismo como lógica política junto a otras que problematizan la categoría de populismo desde una mirada que revaloriza los factores de la estructura social y su configuración clasista. Encontramos, por ejemplo, la idea de pacto populista trabajada por Rajland (2008) para el caso argentino y por Castro Gomes (1996) para el caso brasileño. En ambos casos, el pacto populista es pensado como una estrategia hegemónica de rasgos particulares analizado a partir de su anclaje de clase y en clave latinoamericana. Rajland señala que la estrategia populista se gesta en países del capitalismo periférico y se basa en un pacto caracterizado por el intento de conciliación y armonización de clases, que tiene en el Estado su gestor fundamental. Este pacto social implica, en principio, concesiones mutuas entre las diversas clases: tanto el abandono de los proyectos de emancipación política de la clase trabajadora con la concomitante legitimación de la sociedad capitalista, como la aceptación por parte de la burguesía de mayores niveles de intervención estatal y regulación económica, en el marco de un proyecto que articula un perfil industrializador que garantiza la reproducción de la sociedad burguesa, librándola de las “amenazas” revolucionarias inmediatas aunque incluyendo una ampliación de la ciudadanía con base en la consolidación de nuevos derechos sociales para las clases subalternas.
Sin embargo, como señala Laclau respecto de la lógica populista: “cuanto más extensa sea la cadena equivalencial, más mixta será la fuerza de los vínculos que entran en su composición” (2005, p. 101). Así, esta lógica hegemónica cobra en el pacto populista una articulación clave marcada por la interacción entre los elementos sistémicos y “heréticos” que tienden a gestarse en las fuerzas políticas que la adoptan, vinculados a los disímiles intereses que buscan articular. Esto hace que ejemplos históricos como el peronismo puedan ser interpretados, siguiendo a James (2006), tanto como una alternativa hegemónica viable para el capitalismo argentino y, al mismo tiempo, como el hecho maldito del país burgués, según dijo Cooke, en tanto “su cohesión y empuje es el de las clases que tienden a la destrucción del statu quo” (2010 [1971], pp. 103-104), en una dinámica que, articulada con la perspectiva gramsciana del Príncipe Moderno, nos permitiría comprender cómo estas fuerzas construyen voluntad colectiva desplegando un ala más conservadora o sistémica y una “herética” o rupturista que coexisten en tensión y disputa en virtud de la complementación inalcanzable de demandas, que expresan intereses y agentes de clases dominantes y subalternas. Se trata de una complementación de demandas del todo inalcanzable y persistentemente inestable en tanto están atravesadas por la contradicción de clase y, al mismo tiempo, por la contradicción entre el pueblo y el bloque de poder, pero que, en virtud de las transformaciones materiales con inclusión radical y la potencia ideológica de interpelación democrático-popular, combinadas con el rol de fuertes liderazgos, han dejado sus marcas duraderas en la historia, lo que convoca a problematizar una vez más al populismo como una valiosa categoría de análisis.
El siglo XXI argentino, con el surgimiento del kirchnerismo, ha avivado debates acerca de las categorías apropiadas para su análisis e interpretación. Aquí parece tener potencia un abordaje que contemple esta doble lógica del populismo: a) como razón populista que busca articular demandas en una cadena equivalencial, y que define la propia identidad a partir de constituir una frontera en la cual se delimita al adversario en el marco de la confrontación, recuperando críticamente los aportes de Laclau a la teoría de la hegemonía; b) como pacto populista, que implica fortalecer el Estado para articular intereses entre fracciones de las clases dominantes (particularmente el capital productivo) y de las clases subalternas, desplegando un proyecto de “crecimiento con inclusión social”. Esta doble lógica nos permite no sólo articular virtuosamente los conceptos de hegemonía y populismo, sino también abrir el análisis de relaciones de fuerzas en sus múltiples dimensiones y escalas, identificando rupturas y continuidades y haciendo foco en las principales contradicciones y antagonismos que han atravesado la Argentina contemporánea.10
Finalmente, podemos poner a Laclau contra Laclau en busca de una reconciliación posible. El camino de la crítica a la crítica que emprendimos nos lleva a re-articular los aportes de la teoría madura de Laclau sobre el populismo con las claves básicas de su primera aproximación. Así, recuperada la relevancia de las categorías de contradicción y antagonismo en el marco de la teoría de la hegemonía, recordamos que el primer Laclau sostenía que, en tanto pueblo y clases constituyen polos de contradicciones diferentes, había que reflexionar sobre la dialéctica que se da entre ellas. Allí observa un doble movimiento entre pueblo y clases, donde el primero consiste en que las clases no pueden afirmar su hegemonía si no logran articular las interpelaciones populares a su propio discurso. Esta articulación, para las clases dominantes, consiste en neutralizar al pueblo en su contenido antagónico, mientras que, para las clases dominadas, se basa en precipitar la crisis del discurso ideológico dominante, desarrollando el antagonismo implícito en éstas hasta el punto en que el pueblo resulte inasimilable por cualquier fracción del bloque de poder. De allí se deriva un segundo movimiento: “Si las clases no pueden ser hegemónicas sin articular al pueblo, el pueblo sólo existe articulado a las clases” (Laclau, 1978, p. 230). Por ello, no puede haber hegemonía de las clases subalternas y emancipación revolucionaria sin articulación con las diversas tradiciones populares de cada sociedad, al tiempo que las formas más altas de populismo sólo pueden ser socialistas, en tanto convergen a desanudar la doble contradicción entre capital y trabajo y entre pueblo y bloque de poder.
Referencias
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Notas
Recepción: 04 Mayo 2020
Aprobación: 11 Septiembre 2020
Publicación: 01 Septiembre 2021